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Inundaciones

Una inundación (del latín inundatio-onis), según el Diccionario de la Real Academia Española, es la acción y efecto de inundar, esto es, cubrir los terrenos y a veces las poblaciones. La Directriz Básica de Planificación de Protección Civil ante el Riesgo de Inundaciones, define inundación como la sumersión temporal de terrenos normalmente secos, como consecuencia de la aportación inusual y más o menos repentina de una cantidad de agua superior a la que es habitual en una zona determinada. Por último, la Agencia Federal de Gestión de Emergencias de los EE.UU. (FEMA) cuantifica incluso la superficie anegable para que se considere inundación: una condición temporal y general de inundación completa o parcial de dos o más acres de terrenos normalmente secos o de dos o más propiedades, o sea, un exceso de agua (o barro) sobre terrenos normalmente secos.

A pesar de la indefinición de términos como “normalmente secos”, lo que todo el mundo está de acuerdo, es en el carácter excepcional de las inundaciones desde el punto de vista de las actividades humanas cotidianas, pero de su carácter consustancial desde el punto de vista de la dinámica natural; incluso desde tiempos remotos, las primeras civilizaciones ligadas a los valles fértiles (Éufrates, Tigris, Nilo, Ganges…) eran conscientes y utilizaban los aspectos beneficiosos de las inundaciones, principalmente para la fertilización natural de los campos agrícolas.

Se entiende, por tanto, como riesgo de inundación a la situación potencial de pérdida o daño a personas, bienes materiales o servicios, como consecuencia del anegamiento de sectores normalmente secos por inundaciones a las que se asocia una severidad (intensidad), dimensión espacio-temporal, y frecuencia o probabilidad de ocurrencia, determinadas.

En realidad, las inundaciones naturales (eliminando las generadas por causas exclusivamente humanas, como las fugas en conducciones) son básicamente de dos tipos: terrestres, en las que aguas dulces anegan territorios del interior de los continentes; y litorales o costeras, en las que las aguas marinas o lacustres-palustres invaden los sectores limítrofes con el dominio terrestre; entre ambos tipos existen diferentes combinaciones y situaciones intermedias. Por lo tanto, dada la diversidad de fenomenología, es más correcto hablar en plural de este tipo de riesgo, o sea, de riesgo de inundaciones.

Origen de las inundaciones

El origen de las inundaciones terrestres suele ser dual: o bien el desbordamiento de corrientes fluviales (ríos, arroyos, torrentes, etc.); o bien el encharcamiento de zonas llanas o endorreicas por acumulación de la precipitación sin que circule sobre la superficie terrestre, por lo que también se llaman “por precipitación in situ”.

En el primer caso, el aumento de caudal por encima de la capacidad del cauce para albergarlo, conlleva el desbordamiento y la ocupación de las márgenes o riberas, y así aumentar la sección capaz de desaguar ese caudal. Estos aumentos de caudal se pueden producir durante crecidas y/o avenidas. Ambos términos, aunque a veces se utilizan indistintamente, no son en absoluto sinónimos, ya que su raíz etimológica hace que se deban emplear para designar fenómenos diferentes: crecida es un aumento lento y progresivo de los caudales, con el consiguiente incremento gradual del nivel de las aguas y/o las velocidades de la corriente; avenida designa una llegada de caudal desde aguas arriba, que “viene hacia” la posición del observador. Casi todas las crecidas son, además, avenidas, puesto que los caudales proceden normalmente de aguas arriba; sin embargo, muchas avenidas, sobre todo las que ocurren en zonas torrenciales, no son crecidas, ya que el aumento del caudal se produce de forma súbita, brusca e incluso impetuosa. Simplificando la fenomenología, las crecidas suelen tener lugar en las grandes cuencas hidrográficas (Ebro, Duero, Tajo, Guadalquivir…), mientras que las avenidas son más características de las pequeñas cuencas torrenciales de montañas (barrancos y arroyos) y del litoral mediterráneo (ramblas y rieras). En estas últimas también reciben otros nombres, como riadas, arriadas de invierno, o trombas de agua.

También existen diferencias en cuanto a las causas que generan los aumentos de caudal en crecidas y avenidas: mientras que las primeras se relacionan con precipitaciones generalizadas y de larga duración (frontales) o fusión progresiva de mantos nivales y deshielo glaciar (en España casi anecdótico); las segundas pueden originarse con precipitaciones intensas concentradas (orográficas y/o convectivas), roturas de represamientos naturales (p.e. lagos, lagunas y presas de castores) o artificiales (p.e. puentes obstruidos), e inadecuado funcionamiento o rotura de obras hidráulicas (azudes, presas de embalse, balsas, depósitos, diques artificiales…).

Otras causas de inundaciones terrestres con menor incidencia son la formación y aumento de nivel en lagos formados por represamientos causados por movimientos de ladera (p.e. Olivares, Granada) o avances glaciares; y el aumento del nivel freático por encima de la superficie topográfica como consecuencia de descargas de acuíferos, como ocurre en las depresiones cársticas (polje de Zafarraya, Granada).

Además de todas estas posibles causas directas, que actúan como factores desencadenantes de las inundaciones terrestres, existen otros factores condicionantes, que potencian o intensifican estos fenómenos. Básicamente son parámetros topográficos, como la pendiente de la cuenca de drenaje y las corrientes fluviales, o el tamaño y la forma de la cuenca hidrográfica; también variables que contribuyen a la menor o mayor generación de escorrentía, como el tipo de suelo o la cubierta vegetal del terreno. En igualdad de otras condiciones desencadenantes (lluvias), las mayores inundaciones se dan en pequeñas cuencas de montaña, con formas redondeadas, altas pendientes, suelos delgados e impermeables, y ausencia de vegetación; de la misma manera, actuaciones como la urbanización o deforestación de amplios sectores de las cuencas contribuyen al aumento de los caudales circulantes.

Por lo que respecta a las inundaciones litorales o costeras, las causas pueden relacionarse con aumentos del nivel del agua de mares y lagos durante tormentas y temporales (olas de tormenta o storm surges, galernas, etc.), fenómenos ciclónicos atípicos (huracanes, tifones, tormentas tropicales, ciclones, tornados y mangas de agua), fuertes variaciones mareales (mareas vivas y muertas, corrientes de marea…) y barométricas (rizagas), o tras maremotos (tsunamis). Estas inundaciones suelen afectar, como es lógico, a sectores costeros con escaso relieve (muy llanos), como deltas, bahías, rías y estuarios, marismas y playas, islas-barrera, etc.

Un caso paradigmático de este tipo de inundaciones son los anegamientos periódicos de algunas plazas y calles de la ciudad de Venecia (Italia) como consecuencia de las variaciones mareales. Otro ejemplo reciente, de graves consecuencias socio-económicas, fue la inundación de la ciudad de Nueva Orleáns (EE.UU.) por el paso del huracán Katrina en el año 2005.

En ocasiones, estos fenómenos costeros se producen combinados, ayudados o acelerados por el hundimiento progresivo que, de forma natural (subsidencia) o artificial (sobrepeso de construcciones, drenaje y bombeo de agua subterránea o hidrocarburos, etc.), se produce en estas zonas costeras.

Por último, muchas inundaciones en zonas litorales son una combinación o sucesión de orígenes terrestres y costeros, de forma que los ríos, con altos caudales circulantes en situación de crecida, no pueden desembocar con normalidad al mar o lago, por encontrarse éste con altos niveles como consecuencia de temporales o mareas vivas en situación de pleamar; en estas circunstancias se agravan las situaciones de inundación también por las dificultades para desaguar el alcantarillado urbano, cuyos sumideros pueden convertirse en auténticas surgencias.. Esto ocurre en ocasiones en las zonas del litoral con mayores rangos mareales, como el litoral atlántico de Galicia, o la costa cantábrica.

Posibles efectos y daños provocados por inundaciones

El primer y más consustancial daño de la inundación es el propio anegamiento por agua y su profundidad en zonas normalmente secas, lo que conlleva humectación de suelos, con la consiguiente pérdida de capacidad portante de los terrenos, y de las estructuras y edificaciones construidas en ellos, pudiendo afectar a su cimentación y estabilidad estructural; o la pérdida de determinados cultivos y vegetación por quedar sumergidos y apartados del oxígeno atmosférico. Además, las instalaciones de servicios (tendidos eléctricos, redes de comunicaciones, gasoductos y oleoductos, etc.) y vías de comunicación (ferrocarriles, carreteras, instalaciones aeroportuarias…) pueden quedar sumergidas, con el consiguiente riesgo de rotura o interrupción del servicio. También la inmersión de buena parte de los bienes materiales, como electrodomésticos y mobiliario doméstico, produce su deterioro o daño irreparable, con las consiguientes pérdidas económicas. En este sentido, existen una serie de valores umbral de profundidad de lámina de agua a partir de los cuales se incrementan significativamente los daños, como los 0,8 m, cifra sobre la que se inundan los enseres ubicados sobre mesas, encimeras y estantes. En el caso de instalaciones y mercancías tóxicas y peligrosas (vertederos de residuos, fábricas de productos químicos, centrales térmicas y nucleares…) el daño puede agravarse porque puede producirse una difusión y dispersión de los contaminantes en la corriente. Profundidades más elevadas y, sobre todo, cambios bruscos en la misma (escalones, pozas y vados) pueden suponer igualmente un peligro para la integridad física de personas y animales, fundamentalmente para aquellas personas que por su corta edad (bebés y niños), su longevidad (ancianos), o diferentes enfermedades y discapacidades (físicas y psicológicas), tienen dificultades para la natación y alta vulnerabilidad.

Es importante, igualmente, considerar el tiempo de permanencia de la lámina de agua, ya que exposiciones o anegamientos prolongados pueden agravar los efectos antes mencionados, como la pudrición de cultivos (por anoxia) o la disgregación de cimentaciones; mientras que rápidas desecaciones pueden reducir los daños significativamente, ya que además minimiza el depósito de materiales en el lecho.

En segundo lugar, un efecto de la inundación susceptible de causar daños es la velocidad de la corriente, que en ocasiones puede, por impacto directo o indirecto (socavación), derribar y arrastrar enseres y personas. Con velocidades superiores a un metro por segundo y con cierto calado, se considera suficiente para arrastrar a una persona; menores velocidades se precisan aún para desplazar en flotación vehículos y otros enseres. Especialmente peligrosos son los cambios bruscos de velocidad, como los que se producen en resaltos hidráulicos (cambios de régimen en cascadas y estrechamientos), en los que la liberación de energía es tal que los enseres y personas quedan atrapados con enormes dificultades para ser recuperados o rescatados. Durante las inundaciones, sobre todo en avenidas torrenciales, las velocidades pueden superar incluso los 4 ó 6 m/s, valores con los cuales se arrastran objetos voluminosos y pesados, e incluso se crean remolinos y peligrosos fenómenos de succión del aire por efecto Venturi y sobrepresiones por cavitación.

En tercer lugar, la fuerza de la corriente puede erosionar el lecho y las márgenes del cauce, produciendo socavación de infraestructuras e inestabilidad de laderas, que desencadene movimientos de material (desprendimientos, deslizamientos, flujos…), con los consiguientes daños asociados, que pueden afectar tanto a personas y bienes como a infraestructuras (vías de comunicación, obras hidráulicas…).

Un cuarto efecto susceptible de causar daños es la carga sólida arrastrada por el agua, ya sea en suspensión en el seno del fluido, ya sea como carga de fondo (por saltación, rodadura o arrastre). Estos materiales transportados pueden producir daños a las personas por impacto, generando traumatismos y abrasiones de diversa consideración, e incluso la muerte por politraumatismo; algo semejante ocurre sobre los bienes materiales y construcciones. Estos materiales detríticos (bloques, cantos, gravas, arenas, limos y arcillas) producen diferentes efectos hidráulicos en la corriente, como aumentar su densidad y viscosidad (incrementando su capacidad de erosión y transporte de más materiales, en un efecto de retroalimentación) y disminuir su velocidad, con el consiguiente incremento en la altura de la lámina de agua. En casos extremos, la carga sólida elevada puede convertir la corriente en un auténtico río de fango (mud flow) o derrubios (debris flow), con alta peligrosidad. De la misma forma, el transporte de elementos en flotación (como fragmentos vegetales, granizo o hielo) dificulta el flujo y paso por estrechamientos (puentes o sistemas de alcantarillado), incitando su colapso y rotura.

Esta carga sólida transportada, cuando finalmente se deposita en zonas de menor energía, puede también causar daños por aterramiento, ya que además de cubrir y enterrar bienes materiales, puede obstruir infraestructuras de abastecimiento o saneamiento, inutilizar electrodomésticos con filtros o rejillas, mermar los recursos pesqueros (marisqueo), etc.

Otros efectos susceptibles de causar daños, aunque con menor extensión espacial e incidencia son:

  •  Fenómenos de sufusión (piping) en las márgenes y riberas: tras la inundación, el agua que empapa y satura estas márgenes, retorna por flujo subsuperficial al cauce, produciendo arrastres de elementos finos que generan pequeñas galerías y conductos subterráneos (tubos de sufusión), cuyo hundimiento o colapso puede producir daños.
  • Fenómenos de expansividad de arcillas, cuando en las zonas anegadas existen este tipo de materiales, con el consiguiente cambio en la configuración del terreno por hinchamiento.
  • Fenómenos de reactivación cárstica, por desobstrucción durante la inundación de conductos rellenos, o por la creación de nuevos.

Desastres ocurridos en el mundo y en España

Es complicado hacer una recopilación detallada y exacta de los desastres asociados a las inundaciones que han ocurrido en el pasado, ya que tan sólo disponemos de información fiable de las catástrofes más recientes, acontecidas en las últimas décadas, y que se refieren a datos disponibles en países desarrollados. El resto se basan en narraciones y documentos imprecisos y dispersos, en ocasiones exagerados, y basados en cálculos sin base estadística y censal.

No obstante, parece que los mayores desastres ocurridos en el planeta en relación con las inundaciones han tenido lugar en China, donde la enorme población que ha habitado desde hace miles de años las riberas de sus grandes ríos, ha condicionado una interferencia ancestral de las inundaciones con las actividades humanas; además con registro documental que se remonta a varios miles de años atrás. Cinco grandes inundaciones acontecidas en este país se sitúan entre los diez mayores desastres naturales por el número de víctimas mortales: la inundación del río Yangtse Kiang en 1931 produjo cerca de 3,7 millones de víctimas, y más de 28 millones de afectados; otras dos acontecidas en 1959 y 1887 se aproximaron a los dos millones de muertos; la del año 1939 en el norte del país se estima que produjo medio millón de fallecidos; y la acontecida en Kaifeng, provincia de Henan, en 1642, generó más de 300.000 muertes. Otros países asolados con pérdidas millonarias de vidas humanas por las inundaciones son: Bangladesh, India, Japón, Pakistán, Mozambique, Filipinas, Brasil…

Por lo que se refiere a los desastres a nivel mundial que han generado mayor volumen de pérdidas económicas, llama la atención que ocupan los primeros lugares eventos no demasiado virulentos, pero que han afectado a zonas de importante desarrollo socioeconómico y en época reciente. Destacan la inundación de Nueva Orleáns tras el paso del huracán Katrina en 2005, o las inundaciones en Centroeuropa del año 2002.

En España, las inundaciones han causado numerosos y graves desastres, de algunos de los cuales sólo se tiene referencias vagas y poco precisas. Entre los más recientes destacan: las inundaciones en Levante del año 1982, con más de 1.800 millones de euros de pérdidas; las que afectaron a Málaga y el Sureste durante 1989, que supusieron cerca de 1.200 millones de euros; las del País Vasco y Cantabria de 1983, con cerca de mil millones de euros; o las inundaciones del Turia en Valencia en 1957, con más de 60 millones de euros (de entonces) en pérdidas.

Por lo que respecta a las víctimas mortales, clásicamente se han señalado las inundaciones de Murcia en 1651 y Cataluña-Vallés en 1962, como los eventos con mayor número de víctimas, próximas ambas al millar. A continuación están las inundaciones en: Murcia de 1879 (800 víctimas); Lorca (Murcia) en 1802 (700) y 1879 (800); Cataluña en 1874 (600 muertos) y  1971 (400); superan también el centenar de fallecidos los desastres de la ribera baja del Júcar en 1779, Consuegra (Toledo) en 1891, Murcia y Almería en 1963, y el Sureste en 1973. Entre los sucesos más recientes con elevado número de víctimas mortales destacan los de Biescas (Huesca) con 87 muertos, Cerro de los Reyes (Badajoz) con 22 fallecidos, y Yebra-Almoguera (Guadalara) con 10 cadáveres.